La nostalgia del orden nos paraliza: nada estará nunca a la
altura, nunca llegaremos al principio y lo recogeremos todo, como si todo fuera
posible abarcarlo, lo vivido, lo leído, lo sólo visto. Probablemente da igual
empezar por cualquier sitio.
Uno quisiera leer a Borges desde su albor, empezando con una
buena biografía –o varias, ya puestos- y, asentados ya los cimientos, comenzar
una lectura cronológica de sus obras completas, como un comentarista del
Renacimiento,…
Da igual: por qué no empezar por un poema de La moneda de hierro, por la “Elegía de
un recuerdo imposible”, el texto que lo abre. Como “Remordimiento”, del mismo
libro, que uno intuye que es la expresión pura de la emoción: en la elegía es
el verso que como un estribillo apuntala el desamparo profundo, “Qué no daría yo
por la memoria”, mendigando tan sólo la memoria de un paisaje, una emoción o
una palabra, la memoria de una vida perdida que es la que acucia en el
“remordimiento”: encabalgamientos abruptos; versos trimembres, como una
congoja; versos bimembres, como los finales con aire de esa poesía eterna de
Quevedo o Garcilaso.
He cometido el peor de
los pecados
Que un hombre puede
cometer. No he sido
Feliz. Que los
glaciares del olvido
Me arrastren y me
pierdan, despiadados.
Mis padres me
engendraron para el juego
Arriesgado y hermoso
de la vida,
Para la tierra, el
agua, el aire, el fuego.
Los defraudé. No fui
feliz. Cumplida
No fue su joven voluntad.
Mi mente
Se aplicó a las
simétricas porfías
Del arte, que entreteje
naderías.
Me legaron valor. No
fui valiente.
No me abandona.
Siempre está a mi lado
La sombra de haber sido un desdichado.
Quizá sea suficiente con este soneto para ir tirando del
hilo: la “joven” voluntad, ilusionada, de sus padres; el pasado heroico de sus
ancestros (“me legaron valor”); la conciencia de la vida entregada a nada, “a
las simétricas porfías”,…
Y desde aquí seguir el hilo, por donde quiera que vaya…
El hilo se enreda, se revuelve,
en la “Elegía de un recuerdo imposible”. Este Borges elegíaco, pasional,
contenido, alcanza un tono de emoción
que sólo he encontrado en los mejores poemas de Jaime Gil, como en “Ribera de
los alisos”, poema en el que se respira ese aire de profunda paz de las tardes
de sol del otoño avanzado, esa melancolía serena, hermosa, de la tarde que
termina: donde hasta la evocación de los fantasmas y del pasado es un encuentro
amable. En ambos textos hay un fondo de condena, de perdición irremisible, de
atisbo de la muerte: pero en ambos la evocación es un remanso.
Lo que en ellos es elegía serena, en Ángel González es
apasionada, rabiosa; y en Cernuda es solemne, literaria, como un capitel
clásico.
El soneto de Borges tiene su
contrapunto en el glorioso soneto V de Garcilaso: aquí todo es contención,
elegancia, mesura y equilibrio en la emoción, en la desesperación; en Borges
encontramos, empero, al intelecto atormentado, que descabalga el soneto, que
busca la asimetría consciente de su valor estético.
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